Por Juan Jesús Ayala.
Tres acontecimientos eran los más importantes en nuestra infancia los cuales para que llegaran y poder disfrutarlos, el tiempo se nos hacía eterno, como era El día de Reyes, (con la víspera), la mudada del verano al Tamaduste y la matanza del cochino la que llevaba un ritual que duraba desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche.
Por la noche del 5 de enero, víspera de Reyes, era un día donde la inquietud era dominante, hasta que llegaban. ¿Qué me dejarán? Y ¿por dónde entrarán? Había una leyenda que se verificaba cuando llegaba el oscurecer, que los camellos con los reyes de Oriente dentro de poco se acercarían y entrarán por el zaguán. Y ¿tocarían las palmas de las manos? ¿Los veríamos, como descolgados, de los cuadros del Nuevo Testamento que estaban en la pared de la escuela de mi padre? Me decían mis padres y hermanas, al preguntarles, muerto de miedo ¿Cuándo vienen? ¡Ya queda poco para que vengan¡!Entretanto de vez en cuando mi padre bajaba hasta el zaguán acercándose a la puerta de la calle y subiendo la escalera diciendo: todavía no, pero están al caer. Uno verdaderamente en aquellos primeros días de la víspera de Reyes estaba como si fuera en un nirvana encantador, donde la imaginación volaba y se disparaba, porque así se sentía esa noche de misterio y de sorpresas.
Y ya cuando el ánimo se nos puso enfebrecido y con cierto temor al oír que nos decían: ya se oyen ruidos, parece que ya están; y una vez más que mi padre baja y llega del zaguán con un envoltorio en la mano, el recuerdo que tengo es que la respiración se entrecortaba, el miedo o el susto al imaginar aquellos personajes en camellos subiendo calle arriba camino de Tesine, se evaporó ante la pequeña camioneta de cuerda de mis primeros Reyes, luego se sucedieron otros con una patineta, o un grupo de juego de bolas, o un caballo de cartón que estaba montado en una plataforma de tabla sostenida por cuatro ruedas de lata, o un coche pulga que con la cuerda que le dábamos no tenía control en su dirección y había que estar al tanto para que no chocara con algún mueble o con uno mismo, o un balón de goma, o una perinola que la bailábamos dándole vueltas con los dedos y en cada una de sus caras hexagonales se leía al pararse el resultado de la apuesta.
Día de Reyes en la isla, en Valverde; día de esplendor en la infancia, siempre esperado donde la incertidumbre del regalo que nos traían los Reyes de Oriente nos tenía con la prisa por de salir todos a las plazas para jugar a la del Cabildo, a la de la Iglesia, de Santa Catalina o a la del Cabo donde las cornetas, las flautas y los tambores se oían por las esquinas con la alegría de aquella infancia sana, no acaparadora, porque tampoco se trataba de eso, pero todos los niños de Valverde desde El Cabo hasta Tesine y pasando por la Calle estaban igual de contentos y entusiasmados; desde los 4 años hasta los ocho, y aunque nos preguntaban ¿qué le pides a los Reyes? Muchas veces se satisfacía con la alegría y entusiasmo, ya que el impacto que hacía en la memoria era perfectamente, imborrable para seguir, situándolo como una de las fechas más amables, más deseadas, pero siempre, siempre había conformidad con lo que los Reyes nos dejaban.