Por Juan Jesús Ayala.

Nos llamó la atención que se tradujo en curiosidad aquella gaviota de pecho color gris, de lomo y alas gris obscuras, con  pico rojo y la punta negra, patas y piernas negras y la cola negra con orillas blancas que empinada en el callao más sobresaliente de Las Playas oteaba el horizonte y que cansada de mirar y de posarse se acercó a otro que estaba rodeado por la arena donde se encontraba unas crías que alimentaba por lo que había captado en el pico y que le regurgitan como algunos pequeños peje verde o fulas que la corriente había traído desde la Restinga y que cansados de nadar se habían varado en Las  Playas y que  servía de soporte alimenticio a la gaviota grande.

Un día que la marea  estaba más baja que nunca, quizás aprovechándose de la luna  de septiembre  fuimos, como de costumbre, a buscar la gaviota, nuestra gaviota, pero no la encontramos, asaltándonos la duda si un arrastre imprevisto de la marea la había cogido desprevenida y no dándole  tiempo a desplegar sus alas estaría lejos de la mirada  que  la buscaba entre la serenidad del mar y la inmensidad de un horizonte que parecía más distante que nunca.

Nos preocupó su ausencia aunque  su cría se encontraba más arriba en un sitio  que le había fabricado con orchilla, pequeños callaos, trocitos de tea de algún navío que terminaba su singladurao que en su derrota en busca del Faro de Orchillas para iniciar la ruta de las Américas estaba perfectamente al resguardo de cualquier inclemencia que pudiera comprometer su existencia.

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Miramos de nuevo cuando la brisa de la tarde  nos acariciaba haciéndose eco de la serenidad del mar,  cuando vimos a  la gaviota, la que esperábamos, de nuevo, junto a  su cría. ¿Qué había pasado?  Había dejado la sal de Las Playas  para trasladarse a la inmensidad de la tierra de la meseta de Nisdafe para poder seguir alimentado con algún gusano que  merodeaba  entre  los surcos de  papas, o un cigarrón que  se confundía entre la cebada y el centeno.

Nos sentimos confortados  porque la gaviota estaba allí, que nuestra gaviota no se había olvidado  de buscar comida para su supervivencia, que trasladaba a sus crías; y quizás,  deseaba, como nosotros, que los encuentros siguieran vivos.

Lo que una vez que sientesque la isla se  acerca, que las distancias se cruzancomo si fuera un presente entusiasmador, podamos revivir la hazaña de la gaviota y tal vez la de su cría, qué juntos compondrían uno de los mejores cantos que se puedan a  hacer a la naturaleza. Sin alharacas, sin revoloteos exagerados de plumas, sin violentar el murmullo suave  del mar, donde se mece alejándose del horizonte inmenso,donde sus brumas chocan con aguas que ignoramos todo lo que puede  traernos a lomos de las olas que estallan en los callaos de  Las Playas.

Seguro que la gaviota estará  y continuará con la aventura de su existencia.