Por Juan Jesús Ayala.

Lo recuerdo con  la nostalgia  de los viejos tiempos, que ese  día, el 24 de junio, con su víspera, era uno de los acontecimientos más esperados, porque, además, comenzaba para algunas familias el verano en El Tamaduste.

Y el día 23 ya se llegaba para estar dispuestos a colaborar con lo que en realidad ya estaba organizado. Hasta los ventorrillos en los aledaños de la plaza, puesta que esta se utilizaba para  el baile de ese día y la procesión  con San Juan  que muchas veces traspasaba la carretera de tierra para dar la vuelta alrededor de la imponente higuera  de don Pedro Padrón.

Y la víspera se llegaba por la rodadura del Jable  que se reservaba si había que trasportar alguna alforja; y los más atrevidos por   una vereda antes del Roque de las Pozas para adentrarnos por el agujero del Jorado o para iniciar una aventura que siempre se acompañaba del jolgorio  por los saltos que se daba para que   la polvareda de la tierra que quedaba detrás  permitiera que no nos cayéramos.

También se llegaba a la fiesta por los vehículos de motor del momento, que no eran muchos; se contaba con el camión de  Juan Padilla, la vieja guagua Dyamond  y la camioneta  Ford, que pertenecía  al cuartel de los soldados, en Asabanos. 

Lo que era lo de menos, puesto que la fiesta, los cantos y las parrandas  ya comenzaban dentro de sus cabinasy carrocerías,como anticipo delbaile enla plaza de la ermita, toda ella de tierra, que visto con la mirada de la distancia nocomprendíamos como allí podían desenvolverse con  soltura en tan corto espacio los tocadores y bailadores.

La mayoría de esas fiestas eran amenizadas por el clarinete de Guzmán, el timple de su hermano Eusebio (Yeyo), el acordeóndeRamiro, la bandurriay la guitarra de los hermanos Abreu, gomeros procedentes de Valle Gran Rey que incorporaron al Hierro la cadencia y el ritmo  de la isla de La Gomera.

 

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Sin dejar de   reseñar las paradas que se hacían en el camino y en los canteros dondemás de una vez  habíamos saltado sus portillos para “robar” las primeras uvas que ya estaban hinchonas o los primeros higos cotios de las higueras de don Pepe Piz, arriba en lo alto del mal país que nos dejaban los labios escociendo porel picor del cardón.   

Por la tarde, a la llegada, nosdedicábamos a recoger sarmientos y troncos  de viña secajunto a algún otro viejo trasto que se apilaba en  la otra parte de la ermita  para la hoguera de la noche, que nos obligaba saltar en la que a más de uno le costó  unas cuantas pestañas chamuscadas por el fuego. Y partir de ahí a cenar con las luces de los carburos, de algún petromax y cuando no con una  palmatoria de  verode  dando cabida a   la vela  para alumbrar.

Era la fiesta de San Juan siempre deseada, de olor a calcosa y de trallazos de las olas que empezaban a reventar en la Raya Azul y terminaban en el bañadero de las mujeres, debajo de la casa de Mateo.

Y era la tarde del día que había que preparar el regreso. Unos caminos arriba traspasando el Roque de las Campanas, por la Asomada Alta y otros por la vieja carretera, sobrepasando las dificultades del cruce con la carretera del Puerto hasta avistar la Villa en la curva de Guardavacas.

Era todo un sinfín de fenómenos que hacían,nos motivara el deseo del regreso  y rescatar  los sueños que se quedaban mecidos en el Cantil, en el Ancón alto o en el  Roque Fresco, en la playa del Picacho, donde intuíamos  la lejanía del  Roque de las Gaviotas.