Por Armando Hernández Quintero.

El faro de Orchillas es, sin duda alguna, uno de los lugares más emblemáticos de El Hierro. Construido a partir del año 1924, comenzó a funcionar en 1933. Se encuentra  en el mismo lugar que desde los griegos fue tenido como la última tierra conocida. A partir de esos ya lejanos tiempos la Punta de Orchilla, y después el mismo faro, han estado rodeados de un cierto velo mágico y de misterio. Al estar situados en el occidente de las islas Hespérides o Afortunadas, ahora Canarias, ha contribuido a reforzar esa visión, que creció y se acrecentó, aunque parezca contradictorio, después de que las carabelas de Colón llegaran al Caribe y se abriera la ruta de la migración hacia las nuevas y desconocidas tierras recién conquistadas de Las Indias, después rebautizadas como América 

La emigración hacia las tierras americanas se convirtió en una constante que condicionó, y en muchísimos casos determinó, durante cinco siglos, la vida de los habitantes de la isla. Para los miles de herreños que tuvieron que hacer las maletas y abandonar su lar nativo, ese promontorio de tierra seca y árida fue lo último que sus ojos contemplaron de la isla amada, y para los que pudieron o tuvieron la suerte de regresar, sobre todo en la época de los vapores, pues los veleros generalmente hacían el viaje de regreso por una ruta situada más al norte, fue a su vez la primera tierra de El Viejo Mundo que vieron, mientras el corazón, como un caballo desbocado retumbaba y estallaba de gozo debido a la ansiedad provocada por la inmensa alegría de divisar de nuevo la tierra natal. 

Los que se fueron para América y tuvieron la oportunidad de contemplar esa parte de la isla al amanecer, desde la popa del barco que se alejaba, e ir viendo como se iba sumergiendo y la mar la iba engullendo poco a poco, jamás olvidaron esa experiencia que era algo parecido a volver a nacer, ya que implicaba ser sujeto y testigo de cómo se abandonaba el protector y reconfortante útero materno, despedirse de lo seguro, amado y conocido, y adentrarse en un desconocido túnel marino cargado de un futuro azaroso e ignorado.    

El hecho de que la Punta de Orchilla haya sido considerada como el Meridiano Cero tuvo mucha importancia, no solo geográfica sino también como referente literario. Por ejemplo la novela de Umberto Eco, La isla del día de antes, trata de los usos horarios y de los inconvenientes que existían, en el siglo XVIII, para establecer con claridad y sin equívocos los meridianos y su hora correspondiente. En esa obra la isla de El Hierro es mencionado muchas veces por haber sido la referencia marina y cartográfica por excelencia.

Los griegos consideraron a la Punta de Orchilla como la tierra más lejana de lo conocido viajando hacia el occidente. Y Tholomeo en su famoso mapa comienza a hacer las mediciones a partir de ella. Los romanos, siguiendo en eso a los griegos, consideraron a la parte occidental de la isla de El Hierro el Finis Terrae, ya que era la tierra más lejana que se conocía si se viajaba hacia el poniente. En el mundo existen otros lugares que en algún momento gozaron del privilegio de ser tenidos como el fin de la tierra, pero que posteriormente perdieron esa consideración al descubrirse otras todavía más lejanas, es el caso del estrecho de Gibraltar donde se situaron las columnas de Hércules en las que el mismo gravó el non plus ultra para indicar que no había tierra más allá, o el del cabo de Finisterre en la provincia de A Coruña. Esos lugares tienen en común que se consideraba que a partir de ellos lo que existía era el mar tenebroso, indeterminado e ignoto, desde donde no había retorno, por lo que adentrarse en sus aguas desconocidas, y llenas de animales monstruosos y de peligros, era como viajar hacia una muerte segura

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A partir de Cristóbal Colón esa visión cambió por completo, y los navegantes y cartógrafos tuvieron la oportunidad de registrar y medir los nuevos mares y tierras que iban conociendo tomando como referencia La Punta de Orchilla, y los franceses después de Richelier, siguiendo en eso a Tholomeo, establecieron que por ese punto pasaba el Meridiano Cero, y que a partir de allí se hicieran las mediciones. Y así fue hasta que los ingleses, validos de su supremacía naval y militar, en la Conferencia Internacional de Washington celebrada en 1884, lograron arrebatarle a la isla herreña esa condición y que se reconociera al meridiano de Greenwich como el cero, a pesar de la abstención francesa y de la oposición de Brasil y Santo Domingo, actual  República Dominicana, pero lamentablemente ayudados en sus propósitos por la apática indiferencia del gobierno español.

Después de la construcción del faro ese lugar se ha llenado de nuevas significaciones, y de los recuerdos de algunas personas que han estado ligadas a él y a su entorno. Cómo olvidarse de Aurelio Abreu “El Lucero” con su carga de novelas de aventuras y de amor que leía con fruición al arrullo de las olas para después comentar sus historias con los pescadores, o volverlas a leer, esta segunda vez en voz alta, para que disfrutaran de sus historias las mujeres que se reunían en el telar de María Quintero Zamora “María Pilota”, momentos que aprovechaba para hablarles de la posibilidad de un mundo lleno de amor, sin amos ni dioses, o de Juan Fernández “Juan Baltasar” llevando el combustible para que el centelleo de su luz blanca, poderosa y orientadora no cesara ni dejara de alumbrar Las Laderas y las planicies marinas hasta más allá del horizonte, y a su esposa Inocencia Hernández que junto con Dominga Morales y su hija Serafina Hernández, les hacían la comida a los trabajadores que laboraron en su construcción, lo mismo se podría decir de los primeros torreros o fareros: Rafael Medina y Carmelo Heredia y de sus esposas las piñeras María Gutiérrez y Dácil Gutiérrez. Al igual que se hace presente la imagen de la joven Concepción Quintero “Concha” caminando por aquella soledades de volcanes y lava. Ver la silueta del faro de piedra tallada, elegante y erguida, levitando en el cielo, y recordarlos a todos ellos es lo mismo. Así como de repente, y sin saber de qué manera, se hace presente la famosa col debajo de la cual se protegían los burros y las cabras del inclemente sol. El faro es la magdalena, recién salida del horno, cuyo olor y sabor hacen que un recuerdo nos lleve a otro más gratificante y que nos sea imposible separarlos.

El hecho de ser la primera tierra que se contempla al regresar del otro lado del charco, hace que se le espere, y que los ojos busquen con ansiedad, en el horizonte marino, la grisácea silueta del faro, pues su visión y el olor de los pinos, que la brisa de levante transporta del naciente, significa para los piñeros el reencuentro con los colores y olores de la infancia y para los herreños la constatación de que el viaje de ida a lo desconocido ha terminado, y la vuelta a la amada Ítaca y el reencuentro con los suyos ha sido un sueño hecho realidad.

Una vez que los ojos han contemplado su esbelta silueta: “hasta alzada que anuncia la tierra / jacho solitario al final de lo firme/ luz de color encendido /que se aviva / con la sangre de los que se van / y las rosas de los que regresan” se niegan a dejar de mirarlo, como si temieran que su visión fuera un engaño producido por un mal de ojos o por un encantamiento, y que el hecho de tenerlo en la retina les permitiera conservarlo para siempre, a la vez que su benéfica contemplación logra que los males se espanten y se alejen. La dicha de avistar y sentir su hermosa y luminosa presencia flotando en las aguas, es un don reservado a los hijos de Hero que han tenido la suerte de haber sido bendecidos por la esquiva y caprichosa fortuna, la que, en medio de tantas privaciones, les reservó ese bien para el espíritu.

Armando Hernández Quintero

El Pinar de El Hierro, 03-11-2020