Por Jonay Acosta Armas

Gracias al trabajo pionero del antropólogo francés Joseph Lajard «El lenguaje silbado de Canarias», aparecido en 1891 en el Boletín de la Sociedad de Antropología de París, sabemos a ciencia cierta que se silbaba en El Hierro desde, al menos, el último tercio del siglo XIX. Además, numerosos testimonios posteriores, orales y escritos, demuestran que en la isla del Garoé se ha seguido silbando ininterrumpidamente hasta hoy. Y, por supuesto, tampoco cabe duda de que el silbo del que hablamos es doblemente articulado, como el de La Gomera, Gran Canaria y Tenerife, pues así lo han señalado, entre otros, los doctores Maximiano Trapero (1991) y Julien Meyer (2017), así como el profesor David Díaz (2008 y 2017 bis). Incluso, el maestro silbador gomero Eugenio Darias (2021), pese a afirmar en un artículo periodístico que el silbo herreño era «convencional» y no articulado, demostró haberlo entendido a través de diversas grabaciones, hasta el punto de que fue capaz de detectar que la oración «Eloy está en la montaña» había sido inexactamente silbada por un herreño como «Eloy anda p’abajo». Así pues, con este simple hecho, Darias probó la certeza de lo que pretendía negar, reafirmando el carácter doblemente articulado del silbo herreño.

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Por otra parte, también es cierto que, hasta hace poco, el mundo académico y la sociedad canaria en general tenían mucha menos noticia del silbo herreño que del gomero. Pero resulta que tampoco se tuvo conocimiento fehaciente de este último hasta el año 1867, cuando aparecieron, escritos en alemán, los Cuadros de viaje de las Islas Canarias del geólogo weimarés Karl von Fritsch. Y solo a partir de 2006, cuando estos cuadros fueron traducidos al español, se consideraron la primera alusión al silbo articulado en La Gomera. En efecto, antes que Fritsch, otros coterráneos suyos (como, por ejemplo, el médico y naturalista Carl Bolle) que habían visitado y residido en la isla colombina escribieron sobre ella sin hacer, que sepamos, ninguna referencia al silbo. Resulta, además, que 330 años antes que Bolle, el sacerdote extremeño Vasco Díaz Tanco, que vivió trece meses en La Gomera a partir de 1520, tampoco hizo alusión a esta manifestación cultural, pese a que, en su extenso poema titulado «Triunfo gomero diverso», describió minuciosamente el paisaje, la toponimia y las costumbres de esta isla. De todo lo anterior se deduce que, actualmente, el primer documento indudable sobre la existencia del silbo articulado de La Gomera data de los años sesenta del siglo XIX. Y, en este sentido, el primer documento fiable sobre el silbo articulado de El Hierro, como hemos visto, se escribió tan solo veinticuatro años después. En él, el antropólogo francés Joseph Lajard aporta dibujos sobre las distintas formas de introducir los dedos en la boca para silbar, entre las cuales hay una que no parece haberse documentado en La Gomera hasta la fecha y que, sin embargo, perdura en la isla del Meridiano. Este testimonio de Lajard es, insistimos, un documento absolutamente fiable, a pesar de que los silbidos articulados fueron emitidos por panaderos herreños residentes en Las Palmas de Gran Canaria, circunstancia habitual en aquella época, en que los campesinos de la séptima isla se veían obligados a emigrar a las islas capitalinas para mejorar sus penosas condiciones de vida. De hecho, su presencia en la capital palmense está sobradamente documentada desde entonces.

Es verdad, asimismo, que los estudios científicos posteriores olvidaron a la isla de El Hierro, a la que se viajaba (y se viaja) menos aun que a La Gomera por el hecho de ser la más alejada e inabordable, además de la menor y la más escasa y dispersamente poblada de las Canarias. De aquí que haya sido el silbo gomero el protagonista de los estudios sobre el lenguaje silbado en Canarias, lo cual, junto al interés que suscitó entre la burguesía tinerfeña de finales del s. XIX, contribuyó decisivamente a su dinamización y actual prestigio. Sin embargo, tales circunstancias contingentes no perjudican el hecho esencial de que, hoy en día, se conoce y reconoce la existencia y pervivencia del silbo herreño, por lo que es natural que los habitantes de esta isla quieran que se hable de él y defiendan la pertinencia de la denominación silbo herreño, con la que ya se han rotulado hasta las guaguas de la compañía insular de transportes.

Como no podía ser de otra manera, el silbo herreño le agradece al gomero, su hermano mayor, el fomento, la revitalización y el reconocimiento internacional que ha logrado para esta manifestación cultural, pero no por ello puede ni debe renunciar a que se reconozca su existencia. Y todos sabemos que lo que no tiene nombre no existe, de manera que la denominación de silbo herreño es irrenunciable para los habitantes de esta isla. De hecho, con toda propiedad, un estudioso de la talla de Jens Lüdtke titula «El lenguaje silbado de La Gomera y El Hierro» uno de los epígrafes de su obra Los orígenes de la lengua española en América. Los primeros cambios en las Islas Canarias, Las Antillas y Castilla del Oro (2014), seguramente porque, al ser ajeno a mezquinas contiendas insulares, se sentía libre para acercarse a la verdad. La denominación silbo gomero surgió cuando, de manera generalizada, solo se conocía la existencia del silbo gomero. Pero ahora que, también generalizadamente, se conoce la existencia del silbo herreño, es irrenunciable la denominación de silbo herreño. Por supuesto, los herreños jamás se opondrían a una denominación como silbo gomero y herreño o, como lo llamó Lüdtke, con una perífrasis más amplia, lenguaje silbado de La Gomera y El Hierro. Tampoco sentirían el menor desdoro por el hecho de que el gentilicio herreño figure en segundo lugar, ya que la importancia y la versatilidad del silbo gomero ha resultado ser mayor. A lo que se oponen los herreños es a que se niegue la existencia de su silbo llamándolo silbo gomero, porque, a pesar de que se ha defendido lo contrario desde posiciones interesadas, silbo gomero no se entiende como una frase hecha o lexía compleja del tipo ensaladilla rusa, sino como ‘silbo articulado que se practica (exclusivamente) en La Gomera’, con exclusión de las demás Islas, lo cual, como sabemos, no es cierto. Porque el silbo se ha practicado y se sigue practicando en El Hierro y, además, hay muchos testimonios orales e, incluso, grabaciones recentísimas que demuestran que se sigue usando, al menos, en puntos de Tenerife y Gran Canaria. Siendo esto así, habría que hablar de silbo canario para referirse a este fenómeno de manera general.

Por lo tanto, antes de llegar a conclusiones precipitadas, como la de los que defienden interesadamente que el nombre de silbo gomero ha de extenderse a cualquier forma de silbo articulado en nuestras Islas, pensamos que es fundamental que se estudie la historia del silbo gomero y herreño con el detenimiento, la profundidad y la imparcialidad que requiere una investigación seria sobre este fenómeno. Y, si se descubriera que el silbo herreño (y el tinerfeño y el grancanario) fue llevado a esta(s) isla(s) por silbadores gomeros, entonces no habría ningún inconveniente en hablar del «silbo gomero en El Hierro». Pero... ¿y si se descubriera lo contrario? ¿Admitirían los gomeros que, a partir de entonces, se hablara de «silbo herreño en La Gomera»? ¿Y si se demostrase que ambos silbos vienen de las poblaciones bereberes del Atlas marroquí que aún lo siguen practicando? ¿Deberíamos hablar entonces de «silbo marroquí en La Gomera y El Hierro»?

A nuestro juicio, todas estas denominaciones resultan disparatadas, pues como dijo el prolífico escritor madrileño José Bergamín y citó profusamente el tristemente fallecido antropólogo tinerfeño Fernando Estévez, «buscar las raíces es una forma de irse por las ramas», ya que limitar una manifestación cultural tan importante y particular como el silbo a sus orígenes supone, desde el punto de vista antropológico, un planteamiento metafísico, esencialista, difusionista y estático. Dicha perspectiva ignoraría cuestiones tan importantes como las condiciones naturales y humanas que favorecieron la adopción del silbo, cuál ha sido su proceso de adaptación al nuevo medio insular, qué funciones sociales ha desempeñado y bajo qué variedades (diatópicas, diacrónicas, diastráticas y diafásicas) se ha manifestado. En suma, tanto el silbo gomero como el silbo herreño son expresiones culturales que tienen un valor patrimonial que va mucho más allá del debate en torno a su hipotético origen y a su discutido sistema lingüístico.

Por todo lo dicho y por el momento, creemos que conviene hablar de «silbo gomero» y «silbo herreño», concediéndole quizá precedencia al primero por haber gozado de mayor versatilidad, popularidad, reconocimiento internacional y estudio que el herreño, al menos hasta la fecha. Pero la ciencia avanza y los conocimientos cambian. Mientras no se conocía lo suficientemente la existencia del silbo en El Hierro, era lícito hablar solo y simplemente de silbo gomero. Pero hoy, que se sabe fehacientemente que ha habido y hay silbo en El Hierro, hablar de silbo gomero en El Hierro es una falsedad anticientífica que no se puede tolerar ni siquiera desde el punto de vista exclusivamente histórico.

Y si, como parece, no sólo hubo silbo en La Gomera y en El Hierro, sino también en Tenerife y Gran Canaria, lo cual supone la mayoría de nuestras Islas, entonces está claro que deberíamos hablar de silbo canario. Mientras tanto, lo más científico y verdadero es hablar, en el conflicto lingüístico que nos ocupa, de «silbo gomero y herreño» o «silbo gomero» y «silbo herreño», fórmulas que hermanan estas dos islas que tanto han tenido en común a lo largo de la historia.