Por Antonio Sempere.
Tras aproximadamente mes y medio, hoy me despido de la isla de El Hierro con la certeza de que este lugar ha sido mucho más que un simple espacio donde he trabajado. Cada rincón de esta tierra me ha dejado una huella profunda, no solo por la belleza de su paisaje volcánico y la inmensidad de su mar, sino también por las personas que he encontrado en el camino y las historias que hemos compartido.
Durante este tiempo, El Hierro ha sido mi hogar y mi lugar de trabajo. Aunque las vivencias aquí no me han transformado —pues llevo en mi mochila otras experiencias de lugares donde también he sido testigo del sufrimiento humano—, esta isla me ha dejado algo que no esperaba. En sus costas, he visto de cerca cómo la vida y la muerte se entrelazan casi cada día, cómo el dolor y la esperanza conviven en un equilibrio frágil, y cómo las historias humanas, tan diversas y desgarradoras, encuentran su eco en la naturaleza imponente de este rincón del mundo.
He sido testigo de la llegada de los cayucos, esas frágiles embarcaciones que transportan personas exhaustas, llenas de miedo, pero aferradas a la esperanza de un futuro mejor. En su travesía lo dejan todo atrás, salvo el deseo de una nueva vida. Participé en el entierro de dos jóvenes africanos que no lograron alcanzar su destino.
En el cementerio de El Pinar vi la silueta de Joke, una mujer que con su mirada dulce y su profunda convicción de que otro mundo es posible, adorna con pequeños barcos de papel llenos de flores el lugar donde van a descansar para siempre esos jóvenes desconocidos.
No puedo dejar de citar a Haridian, una persona de luz que siempre ilumina estas ceremonias con su presencia. A través de su serena energía, da el último adiós a personas desconocidas, que, aunque nunca llegó a conocer, siente profundamente cercanas. Su compromiso con la dignidad y el respeto hacia los demás se refleja en cada gesto, en cada despedida, recordándonos que, aun en medio de la tragedia, siempre hay un espacio para la humanidad. Compañera de profesión, con su serenidad constante, me ha enseñado que la compasión no es un acto momentáneo, sino un compromiso permanente con la dignidad de los demás. Ambas mujeres nunca faltan a al último adiós en los cementerios herreños.
En La Restinga, aunque existe un recurso de emergencia que atiende a los migrantes que llegan al puerto, siempre he visto a personas anónimas que bajan de sus casas cuando los cayucos arriban. Son hombres y mujeres que, sin buscar reconocimiento ni recompensas, están allí para prestar su apoyo, mostrando que la acogida empieza con un gesto sencillo pero vital.
Y luego están los “Corazones Naranja”, un grupo de personas voluntarias comprometidas que ofrecen todo lo que tienen para brindar una atención digna a quienes llegan después de una travesía infernal. No solo proporcionan lo material, sino que también aportan ese consuelo que los migrantes necesitan tras haber dejado todo atrás, aún envueltos en miedo e incertidumbre.
El pueblo herreño y el canario, en general, conocen la tragedia de la migración en sus propias carnes. Todos tienen a una persona querida que un día tuvieron que abandonar esta maravillosa isla, dejando atrás su hogar, para buscar paz y seguridad. Lo mismo que buscan aquellos que hoy llegan en esas pequeñas embarcaciones. Es ese pasado compartido el que les permite entender, con profunda empatía, el sufrimiento de quienes arriban, y los impulsa a brindarles su mano e incluso se convierten en familias de acogida de niñas y niños que vienen solos.
Tampoco puedo olvidar reconocer a Juan Miguel, alcalde de El Pinar, cuya humanidad demuestra lo verdaderamente bueno de la política. Él ha sabido escuchar a todas las personas, y en los momentos más difíciles ha estado presente para ayudar a quienes llegan, incluso en la indignidad de la muerte. Su apoyo, lejos de ser un simple acto institucional, es un reflejo del compromiso de la política en su mejor versión: estar ahí, sin importar las circunstancias, para brindar consuelo y asistencia a los que más lo necesitan. Gracias a las personas que dirigen el municipio, junto a Juan Miguel, las personas descansan junto a las vecinas y vecinos que yacen en el cementerio.
El Hierro ha sido más que un sitio de trabajo. Esta isla me ha mostrado que, en medio del sufrimiento, la compasión y la generosidad son las únicas respuestas posibles. No me voy cambiado, pero sí he reafirmado en algo que ya sabía: la humanidad no tiene fronteras. En este sur del sur, el dolor y la esperanza conviven, pero lo que nunca falta es la dignidad que cada uno ofrece, a su manera, a quienes lo necesitan. Me marcho de esta isla sabiendo que siempre llevará una parte de mí porque me ha recordado lo esencial: que en el silencio de la tragedia, siempre hay una mano tendida, una sonrisa que devuelve la dignidad, y una comunidad que sigue adelante, en ese cruce entre la vida y la muerte que se da cada día, aquí, al sur del sur.
Agradezco de corazón a todas aquellas personas que he conocido y que me han brindado acogida como si de su propia familia se tratase. Vuestra calidez, vuestras palabras y vuestro apoyo han hecho que esta isla se sienta como un verdadero hogar.