Por Luciano Eutimio Armas Morales.
Tenía fama de ser un hombre justo y trabajador. Lo mismo levantaba un muro, que tallaba un mueble por encargo, o colocaba una puerta de un cobertizo, por eso le llamaban carpintero. Era de la estirpe de David y trabajaba siempre fuera de Nazaret, porque en aquel pueblo muy pequeño no había trabajo para él. Un día acordaron su boda con María, una niña hacendosa, callada y obediente, que vivía apenas unos 50 metros colina abajo.
Pero de pronto, todo cambió aquella tarde que volvía de Monte Tabor tras una jornada de duro trabajo, en la que de camino a su hogar paró en la casa de María. Se encontró a su futura suegra llorando amargamente. “María está embarazada”, le dijo de sopetón mientras no paraba de llorar. Se le cayó el alma a los pies. De repente, su futuro se había hecho añicos como una vasija de barro estrellada sobre el suelo. Tendría que repudiarla discretamente.
Por la noche, no pudo tomar alimento alguno para cenar, pero tenía que descansar algo para ir a trabajar al día siguiente. Y arrebujado en el jergón y sin poder conciliar el sueño, abrió los ojos ante una presencia luminosa que le deslumbraba. Era un ángel, lo reconocía. Se sacudió y todo su ser temblaba, pero entonces el ser luminoso habló: “No temas, José. Toma a María por esposa. El niño ha sido engendrado por el Espíritu Santo. Le pondrás por nombre Jesús”.
Cuando María estaba de ocho meses, el emperador César Augusto publicó un edicto según el cual cada ciudadano debía empadronarse en su lugar de nacimiento. Suponía que tendrían que ir de Nazaret a Belén, un trayecto muy pesado para una mujer en avanzado estado de gestación. Pero la orden del emperador no admitía discusión ni demora.
María sufría dolores durante el camino, pero al entrar en Belén, ya su parto no podía demorar. Acudieron a casa de unos parientes, pero amablemente les rechazaron. Recorrieron a distintos hospedajes, pero estaban todos completos. Al final, un tabernero les cedió un piojoso establo, insalubre, donde una mula y un buey pastaban ajenos a todo.
En la soledad de aquel frío establo, mientras José ayudaba a María al nacimiento del niño en el pesebre y la mula y el buey se apartaban discretamente, unas lágrimas corrían por sus mejillas. Y entonces ocurrió. Una luz cegadora invadió el establo y los alrededores, y de pronto allí, delante de él, estaba de nuevo el ángel luminoso: “José, ¿Por qué lloras? Ha nacido el Salvador, ha nacido el Mesías”.
Y ocurrió, que mientras el ángel le hablaba, José comenzó a oír unos murmullos, y al resplandor de la luz que también iluminaba los caminos, pudo percibir como se iban acercando unos pastores. Llegaron al establo, se postraron ante el niño y depositaron en el suelo lo que llevaban: aves, huevos y hasta un cordero con las patas atadas. Era todo lo que tenían. Mientras, María, inundada de ternura, sonreía feliz y agradecida.
De pronto José lo comprendió todo: El poder del amor y la solidaridad, frente al dominio de la autoridad omnipotente; el poder de compartir, frente al afán de poseer; el poder del perdón, frente a furia irracional del odio. Y entonces se acercó al niño y le besó. Y abrazó a María, mientras unas lágrimas corrían de nuevo por sus mejillas. Estaba emocionado. Se sentía feliz. Ese niño que acababa de nacer, repartiría para todos los hombres y todas las tierras del mundo la buena nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.
En lo que va de año, veintinueve niños de Ghana y otros países de la costa oeste de África, han sigo engullidos por las tenebrosas aguas del Atlántico mientras trataban de llegar a las costas de una tierra, que para ellos era como un paraíso. Sus madres, que no tenían con que alimentarlos, se habían desprendido de sus hijos con la esperanza de que al llegar a esa tierra de la abundancia pudieran tener una vida mejor, y quizá algún día, ayudar a sus padres o los hermanos que quedaron en la aldea.
Pero esos veintinueve niños no pudieron llegar al paraíso soñado. El mar tenebroso se los tragó y los envió directamente al cielo. No tuvieron la oportunidad de ser acogidos por la solidaridad de otras gentes. No tuvieron la oportunidad de amar y ser amados. Sus madres, afligidas, perdieron a sus hijos y perdieron la esperanza de tener un día una vida mejor. Para esas madres, la Navidad será un trance muy doloroso acompañado de abundantes lágrimas.
En lo que va de año hasta el 17 de octubre, 16.756 niños, (Dieciséis mil setecientos cincuenta y seis niños), han perdido la vida en Gaza. Aunque vivían en un gigantesco campo de concentración aislado por tierra, mar y aire, vivían felices. Jugaban inocentemente en las interminables playas del mar Mediterráneo o pedaleaban sus bicicletas por las fértiles tierras de la franja. Iban a la escuela, y soñaban con que un día quizá pudieran ir a estudiar a Francia, a Dinamarca o a Reino Unido, que era como soñar en ir un día al paraíso.
Pero tampoco pudieron llegar. De pronto comenzó a caer desde el cielo una lluvia de cohetes y metralla, que destruía casas, escuelas, hospitales y todo lo que pudiera ser refugio para ellos. Morían abrazados por el fuego, despedazados por las bombas o sepultados entre cascotes de edificios bombardeados. El ángel exterminador enviaba sus aviones, sus drones, sus cohetes y sus carros de combate, porque decía que aquella tierra en la que aquellos niños habían visto el sol por primera vez le pertenecía, ya que sus antepasados habían vivido allí hace dos mil años. Pero cada bomba que caía, sembraba oleadas de odio y deseos de venganza, que perdurarían por muchas generaciones.
Y los niños, que ignoraban todo esto, morían por los efectos de las bombas o los edificios derrumbados, o quizá de hambre, porque los que se decían dueños de aquellas tierras impedían que les llevasen comida. O quizá heridos sin poder ser atendidos, porque los hospitales también habían sido bombardeados y destruidos. Cada día que pasaba, cincuenta y cinco niños de Gaza que veían salir el sol, morían antes del anochecer. Cincuenta y cinco niños asesinados cada día. Iban directamente al cielo, sin pasar por ese paraíso soñado en un país europeo.
Pero las madres de esos niños, que perdieron a sus hijos y la esperanza de que un día llegarían al paraíso y les permitiría una vida mejor, quizá tampoco estén afligidas ni tengan que pasar un doloroso trance estas Navidades. No llorarán por sus hijos, porque posiblemente habrán fallecido bajo los escombros de los edificios en que se refugiaban, demolidos por efecto de los bombardeos ordenados por el ángel exterminador.
Llega la Navidad. Es el tiempo en que debemos pensar en lo verdaderamente importante. Es el tiempo de cada uno mire dentro de sí y quizá se redescubra. Es el tiempo de escuchar como habla el silencio, sentir como calientan los abrazos, disfrutar de una sonrisa, dejar las prisas para otro día y mirar con los ojos del corazón. Valorar la compañía, y soñar y soñar… Pero no dejar de luchar. ¡Feliz Navidad!