Por Juan Jesús Ayala.
No es que la isla mentalmente se nos encoja haciéndose más pequeña, pero si que inconscientemente los caminos que recorríamos generalmente a pie eran los de siempre, a la vez que distintos para conducirnos al mismo sitio. Y hablo no de caminatas donde la más larga pudiera ser desde Valverde a La Dehesa, sino las de rutina, las del día a día y la de los domingos y festivos que tenían otras metas, otras paradas que eran entretenidas entre idas y vueltas.
De Valverde al Tamaduste era la oficial, tanto como las mudadas del verano jable abajo como las excursiones donde el pasar por el agujero para llegar a la cabecera de la rodadura del Jorado era toda una novelería; como las idas al Norte los domingos a la caída de la tarde por ver si podíamos encontrarnos con las personas que estimulaban nuestro empeño y amistad. O desde la “calle”, cuesta arriba hasta el estudio de nuestro recordado profesor, don Valentín, durante el Bachillerato, para que nos enseñara matemáticas, física y francés.
Como el que nos conducía desde el muro de la punta de la carretera, Las Piedritas abajo, a la casa de Adrián, donde muchas tardes de invierno junto a su familia nos daba la sensación como si estuviéramos en el escenario de la gratitud, de la sonrisa y de una amabilidad que no tuvo fin, que no tiene fin.
O el corto trayecto, apenas 5 pasos desde mi casa a la de mis tíos, Amadeo y Lola, junto a mis primos, Amadeo, Ramón y Lolí donde todo era alegría a pesar de los comprometedores ladridos de la perrita, Nury, que algo sí que me asustaban.
De allí a la tienda de doña Antonia que nos proveía de lo que estaba anotado por mi madre en una libreta, desde medio kilo de azúcar morena, medio litro de gas (petróleo), un par de sobres de Tamatina (lo mejor eran las “raspas” que quedaban en el caldero) para el flan donde doña Antonia escribía el precio, que al fin de semana o cada quince días se le abonaba la deuda contraída en ese tiempo.
Como el que nos guiaba al Estanco de doña Marusa que tenía todas las lecturas que consiguieron iniciarnos en otros argumentos como aquellos colorines de Hazañas Bélicas, Roberto Alcazar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, Juan Centellas, Zarpa de León que comprábamos; hasta las novelas del Oeste, Bisonte o Rodeo, las policíacas del FBI o las románticas de Pueyo que nos facilitaba con un pequeño alquiler para podernos llevarnos a casa para leerlas con tranquilidad y luego una vez leídas, devolvérselas.
O el que nos conducía a las barberías de Valdemoro, de Fernando, que nos ponían en el sillón para poder llegar con comodidad, una tabla que poco a poco fue desapareciendo cuando ya mayorcitos llegamos a la barbería de Guzmán.
O al campo de futbol de San Juan que se hizo con el esfuerzo de todos los aficionados durante los sábados desde el Cabo con la tierra de la huerta de doña Dominga que se traslada en los camiones de Eusebio Galván y que tuvimos que rellenar con otra un tanto arenosa que había que compactar con un enorme rodillo que desde la charca de Tefirabe entre Amadeo y José Pita lo fueron rodando hasta lo que luego fue el campo de fútbol donde los equipos de aquel momento eran, El Estrella, de los laguneros, el Valverde reforzado por trabajadores de Entrecanales que muchos de Las Palmas eran futbolistas de categoría, recuerdo a Sam, a Boro, a Calixto cuyo portero era el conquense Grueso se destacaba por despejar los balones comprometidos de ”zamorana”; y El Armiche, nuestro equipo de siempre bajo los entusiasmos de los presidentes, don Isidro Padrón y don Paco Méndez.
Caminos hacia Pinto a coger la fruta del verano o las uvas de la vendimia que luego en la yegua de tío Pedro, previa parada para cortar en el cantero de El Calvario, se llega ya al lagar de la Hoya del Juez donde se vaciaban los cestones y a pisar la uva.
O el que nos conducía a Los Cardos, a las charcas de los Lomos o al Pastel, donde las siembras de las papas de secano eran la novedad,como las manzanas que se recogían por cestos. Así como los de Afotasa con la Cueva de la Pólvora, donde las higueras de septiembre suplían a las de julio y agosto.
En fin, tantos y tantos caminos que se pateaban de ida y vuelta, con el ánimo dispuesto a sacar una ristra de recuerdos, y más en estos días, cuando la distancia, se acorta volvemos a transitar parte de ellos que incrustados en la memoria, llegan como si fuera el primer día donde lo imprevisto de una aventura motiva que aunque distintos nos conduzcan al mismo sitio, a la isla herreña.