Cajitas blancas

Cajitas blancas

Por Agustín Cirilo Gaspar Sánchez.

En la Villa de Valverde, en mi querida isla de El Hierro, los recuerdos de mi niñez están llenos de escenas entrañables y, a veces, desgarradoras. En los años de la postguerra una mujer llamada Doña Fermina Sánchez, casada con Cirilo Navarro, se convertía en una figura central en nuestra comunidad. Como partera, ayudó a traer al mundo a innumerables niños y niñas, incluyéndome a mí, en una época en que los recursos eran escasos y la asistencia médica real en nuestra isla brillaba por su ausencia. Cuando una mujer estaba a punto de dar a luz, se enviaba un aviso a Doña Fermina, quien llegaba al hogar con sus humildes herramientas: una toalla o un trozo de sábana limpia, agua tibia y un palo de duraznero. Este palo, de aproximadamente metro y medio, se colocaba sobre los hombros de la parturienta, quien lo sujetaba firmemente mientras, bajo las indicaciones de la partera, empujaba durante las contracciones. El trabajo de Doña Fermina era una mezcla de sabiduría ancestral y amor puro por la vida, salvando a madres e hijos en condiciones que hoy consideraríamos precarias.

Con el paso del tiempo, nuestra situación sanitaria mejoró gracias a la llegada de médicos como Don Juan Ramón Padrón, quien ejerció durante muchos años como único médico de la isla. Don Juan Ramón, movido por un profundo compromiso con su tierra, se afanó en estudiar medicina en las facultades de Cádiz y Madrid. A pesar de las oportunidades que se le pudieron haber presentado en otros lugares, él tenía claro su destino, regresar a El Hierro para ejercer la medicina única y exclusivamente en su isla natal. Su empeño y buen hacer profesional transformaron la salud pública de la isla, reduciendo la mortalidad infantil y brindando esperanza a muchas familias.

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La evolución de la sanidad española, especialmente en entornos rurales como El Hierro, ha sido notable. De una asistencia casi inexistente a un sistema de salud robusto que garantiza la atención desde el embarazo hasta el parto, España ha logrado reducir su tasa de mortalidad infantil a una de las más bajas del mundo. Esta transformación, impulsada por la formación de profesionales dedicados y la mejora de las infraestructuras sanitarias, ha sido un salvavidas para muchas comunidades que antes dependían de la ayuda de parteras y recursos limitados. Sin embargo, esta realidad contrasta profundamente con lo que ocurre en otros rincones del planeta, especialmente en países en conflicto armado como Palestina, Siria o Ucrania. En estos lugares, los niños y niñas no solo enfrentan los peligros de una asistencia médica deficiente, sino también la constante amenaza de la violencia, donde la mortalidad infantil está marcada por la falta de acceso a servicios básicos debido al bloqueo y los constantes bombardeos. Los hospitales, que quedan en pie, muchas veces, son incapaces de atender a las mujeres embarazadas y a los recién nacidos, que mueren antes de poder experimentar la vida fuera del vientre materno, enfrentando las madres la tragedia de perder a sus hijos, no en "cajitas blancas", sino en medio de escombros, envueltos en sábanas improvisadas, si es que tienen la suerte de encontrar algo para cubrirlos.

La situación de estos niños son un reflejo de la crueldad de los conflictos armados. Mientras en El Hierro avanzábamos hacia un futuro donde cada nacimiento podía ser celebrado, en estos países, los nacimientos a menudo se convierten en una lucha desesperada por la supervivencia. Por ello, la comunidad internacional no puede seguir mirando hacia otro lado. No podemos permitir que más niños mueran sin siquiera tener la oportunidad de vivir, envueltos en una realidad que podría y debería cambiarse.

Las "cajitas blancas" que tanto nos dolieron en El Hierro han desaparecido gracias al progreso y la paz. Pero, ¿qué hay de las madres que luchan cada día por traer vida en países rodeados de muerte? Para ellas, esas "cajitas" ni siquiera existen, solo hay improvisación y un dolor que ninguna madre debería conocer. Es hora de que el mundo actúe para que todos los niños, en cualquier parte, tengan la oportunidad de vivir, de reír, de llorar, y de no ser olvidados bajo los escombros de la indiferencia.