Por Juan Jesús Ayala.
Rompían la oscuridad de la noche con cierta timidez, porque en realidad dominaba lo que hacía difícil precisar, ya que el empeño de aquellos faroles les bastaba sentirse protagonistas entre las sombras que se acentuaban en los caminos, no muy alejados unos de otros y que conducían a los lugares de siempre.
Faroles, con tubo de cristal abombado protegido por un entrelazado metálico, así como el asa para su traslado que cubría una mecha encendida empapada de petróleo que lucia en los veranos como la premonición o el avance de los encuentros registrados en la memoria del tiempo al que quería dársele nuevas circunstancias.
No estaban organizados para alumbrar las noches de fiesta, solo les llevaba en su trayecto encontrar “el patio”, para charlar a la luz de sus mechas gastadas por el uso de los años anteriores y recordar las cuestiones de la semana, de las cartas recibidas, de los imprevistos encuentros que en la distancia el retumbo del mar en los cantiles podía más que la penumbra alumbrada por la tenue luz del viejo farol.
Otras veces se quedaban a medio camino, pero sin dejar de llevar su bamboleo hasta llegar al lugar apetecido durante la noche, puesto que se interponía el llanto de un niño que tenía una perreta de sueño, o un dolor de barriga que había que aliviar, tal vez, con unas gotas de Anís estrellado para que sus retortijones con un eructo aliviador se fueran lejos de su tripita y llegara coger el sueño con la placidez que da el farol sobre la mesa, en una silla o en un banco escondido tras la cortina que separaba los dormitorios para que la luz no encandilara y se pudiera dormir.
Faroles que más que ver el mar se percibía que estaba como un demonio porque el romper de las olas era lo dominante a través del salitre que salpicaba porque la curiosidad nos llevaba cerca del veril, donde la tenue luz del farol rebotaba en el lomo de las olas que en la distancia imaginábamos como un enorme cetáceo inquieto o varado.
El farol y sus noches se impusieron a aquellos mechones de tea que ahumaba el techo de las cocinas de piedra sarmiento y secos palos de pitera que aledañas estaban del pajero donde se guardaban las camas y el gran baúl con el gofio, el queso duro para rallar y los higos pasados para que el verano fuera satisfactorio y no tener que soportar la ampolla bebible de vitacarotene que nos daban para sentirnos fuertes y que estimulara no perder las ganas de comer.
El farol estaba también cuando se tenía que cavar viña, podarla, y azufrarla, que alumbraba noches que no eran concurridas porque la temporada de cada faena de la viña era diferente; y no en todos sitios había que replantar; pero en las noches de descanso para que al día siguiente se terminara la faena que se había iniciado el día anterior sí que el farol facilitó, charlas, leyendas y hasta una partida de baraja al julepe o a la ronda.
Las noches que congregaron familias y amistades, hicieron posible que se hicieran grande, se estirara, donde todos se buscaban y a la luz del farol se desarrollaron los cuentos, ausencias de los que se habían ido a Venezuela y los bolívares que había mandado a su familia que esperaba como agua de mayo la “carta de llamada”, finalmente ya recibida para reunirse con el protagonista donde, seguro, la electricidad, las bombillas con sus diferentes vatios alumbraba con esplendor la esperanza de una existencia mejor del que en su día se disponía a regresar.
Y noches de faroles, no podemos dejarlos en el olvido, hacia la Dehesa camino de la tradición, de promesas y raigambre cultural de una isla que se engrandecen en el silencio del Faro de Orchilla y de la Cueva del Caracol.