Por Juan Jesús Ayala.
Echedo dispuesto a ir más allá de los linderos que contemplamos una vez rebasamos la Cruz del Calvario, dejando atrás la recta que da cobijo a la fuente de San Lázaro donde aparecían en el horizonte de los veranos totalmente despejados, sus casitas salpicadas entre viñedos e higueras; y en los inviernos donde la bruma de los días fríos lo ocultaban, pero sin dejar de vislumbrar entre sus cúmulos que continuaba pleno de vigor dispuesto a que su identidad fuera como una de las más singulares simbiosis entre el mar y el campo.
Más de una vez no podíamos distinguir si predominada sus olas lejanas en playas distantes o sus huertas llenas de verdor que pugnaban por acercar al mar, lo mismo que las olas en su empeño de abrazarlo como si pretendiera construirse como pueblo totalmente marino.
Su plaza sigue igual, recordándonos conversaciones con amigos del lugar que tenían sus casas de veraneo, donde sonaban los tocadiscos de antaño, o las guitarras de los hermanos Abreu y el clarinete de Guzmán por las fiestas de San Lorenzo y de La Candelaria.
Plaza donde era reconfortante llegar a ella, y aun ahora bajo la sombra de aquella higuera gigantesca donde las conversaciones se fundían en un entusiasmo común, donde conocimos personas entrañables que están en el recuerdo de la grata memoria y que rompiendo el telón del tiempo acercaron familias y nos enseñaron, de nuevo, que Echedo, su campo y su mar lejanos, su olor a salitre y a higueras de higos cotios y viñas contribuirían a su esencia como pueblo. Con una identidad que agrandaba el deseo que mantuvimos cuando tras ir por los caminos que nos conducían rebasando El Calvario donde los coches ni se soñaba podían transitarlos, pero que en noches de faroles y de linternas fuimos capaces de recorrerlos, entrelazar amistades y sentir que todo aquello era su arranque más significativo.
La Hoya del Juez lo inició y el viejo lagar lo contempló, pero hoy es más patente aunque solo le queda el recuerdo de la lagareta, del estanque donde se pisaban las uvas por aquellos especialistas que del mosto sacaban un vino exquisito; por la comida tras la vendimia y siempre lindando con la esperanza de un pueblo costero pleno de verdor.
Echedo en el ánimo de nuestro sentimiento se consideró un atisbo de progreso, sobre todo, en aquellos momentos que creímos que seguiría guardando en sus recintos algo de misterio, y aunque siempre deseábamos encontrarlo como los viejos tiempos, lo ampliábamos por el candor y por el afán de sentirnos acogidos por su templanza y originalidad.
La tranquilidad del “charco manso” y el paisaje que le rodea impuso siempre desde aquel horizonte que El Hierro bien valía la pena y que Echedo contribuiría a engrandecerlo desde sus características como pueblo original, diferente, donde el mar y el campo se habían encontrado en un espacio donde la calma pastoril, bucólica tranquilidad eran una puesta a punto, un estallido de esperanzas traducido en desarrollar sus anhelos de seguir creciendo y de tirar “Pa´lante”.