Por Juan Jesús Ayala.
La Caleta, no solo en los veranos, sino en otros momentos de nuestra cotidianidad estaba en la ruta del encuentro, de llegar a mecernos braceando en su mar, antes bravo ahora atenuado por la templanza de sus piscinas; y siendo una prioridad en determinadas ocasiones también era una aventura difícil de iniciar y si lo intentábamos era porque el grupo era conocedor de ese mar y sabían de él, además por ser pescadores de alta categoría.
La víspera del Carmen era una ruta que había que hacer por tradición, y a la caída de la noche cuando apenas se veían los tabaibales y oíamos el eco de los rompientes del mar, desde el Tamaduste acompañados por la luz de una sola linterna, a veces la de Fernando Ribera, otras por las de Pepe Reboso siempre dispuestas a guiar a los que nos dirigíamos hacia La Caleta con ganas de fiesta.
Lo cierto es que llegábamos saltando portillo tras portillo y con tiempo suficiente para la verbena en la plaza; saludar a los amigos tan cerca y tan lejanos en un espacio de apenas unos kilómetros llegando a aquel ventorrillo no tan improvisado, pero si perfectamente diseñado con palos de pitera y techo de orchilla cuyo “frigorífico” era un bidónrecortado lleno de agua con hielo donde nadaban las cervezas que ya nos introducía, al poco tiempo, en el ambiente de la fiesta, del tocadiscos, y de los cuentos de personaje inigualables, como don Isidro Álamo con sus ocurrencias muy bien llevadas y por un humor socarrón que siempre le acompañó.
Y otras veces desde la Villa porque había cuestiones donde teníamos que estar, o bien por la inauguración de la escalera para la plancha-trampolín de tío Amadeo, porque la fiesta tenía el esplendor de los domingos, o simplemente porque teníamos unos amigos que jugábamos en el equipo de futbol, el Armiche y había que ir a "concentrarnos" donde mis primos Amadeo y Ramón eran los que nos indicaban que hacer para coger pescado, como así fue una sola vez, pero el pescador que era Amadeo, nos dijo que si queríamos comer más pescado tendríamos que madrugar, aun con la noche, para poder coger, si acaso, algún alfonsiño sufriendo, los acompañantes un frío difícil de soportar por la brisa marina del amanecer; y de pesca nada de nada. Desde Valverde a La Caleta por Guardavacas y el Cerrillar donde llegábamos con el entusiasmo fabricado en la tarde de tertulia, en casa de nuestro recordado Felipe Benítez, Mateo García o en el bar de Pancho Navarro que iniciaron caminos siempre de retorno donde las pardelas reían las noches alegres, cantando las músicas del tiempo y volaban entre las estrellas hacia el país de los ensueños engrandeciendo el espacio esperanzador de la juventud.
La Caleta en la isla y en los viejos días fue rescoldo de saludos y bajos los toldos de algún ventorrillo festero y en las rocas de su litoral se trenzaron conversaciones, y se sumaron musicalidades de tardías esperanzas, fue un punto de referencia que envalentonaba a cualquiera y que ensoñada a la mayoría.
La Caleta nos acogía, estaba a nuestra disposición hasta en los inviernos de Valverde, cuando la bruma ensombrecía de silencio las calles de la Villa. Y fue, un rompiente de la soledad del hombre de la isla que acudía a ella para colaborar con su canto en el engrandecimiento de un trozo de su geografía que fue creciendo, y que tal vez comenzó con todos nosotros.