Por Juan Jesús Ayala (Filósofo).
Era un niño de montaña soñador del mar. Quería sentir su oleaje, aunque fuera en los arrullos de un deseado, o imaginario sueño. Algún día sería. No perdía la esperanza.
Sabía, porque lo vivía, que era niño de altura, de montañas peladas por el viento o alfombradas por la lluvia.
Junto al árbol que había crecido porque el salitre lejano no llega a sus raíces y el embate de las olas era pura fantasía no dejaba de preguntarse por qué tenía que ser un niño de alpargatas o de zapatos nuevos, estrechos y crujientes que se ponía los domingos y los días de fiesta y no era un niño de pies descalzos, erosionados por la arena y los picachos de las playas. Niño, al fin, y no de camiseta de muselina, sino de torso al aire, moreno y curtido.
¿Que hacer para romper la tradición de la montaña?.¿Qué intentar para dejar de ser prisionero de la azada, del arado, de la manta de lana, rompiendo monotonías y olvidarse del canto de los pájaros? ¿Sería posible fabricar el sueño paralelo a la realidad y al menos sentir un nuevo impulso? Tal vez si todos los días mirase con más fuerza, con más rabia a la distancia, el mar terminaría por nacer dentro de sí, confundiéndose mar y deseo en una esencia distinta y casi mejor.
Ante esta nueva situación, que le agobia, entremezcló su verso con el aire, con las nubes y hasta con las gaviotas lejanas, en intento de forzar el mar a dar una respuesta; quería ser parte de su historia y no una gota perdida en la soledad de su frustración.
Pero el mar no entendía al niño, era indiferente al eco de su pregunta y dejaba pasar por la lomada de sus olas el suave remo del canto del niño. Ni la espuma salpica el contacto de la barca imaginada por el pescador nuevo. El mar era una fuerza callada, inmutable ante la fuerza de una vida que no quería ser suya.
Y el niño, no se desanimó. Pensó, en el verano en que por esa fecha la gente baje a las playas y acuda entonces el pretexto para su gran escapada.
Recordaba los libros de la escuela donde había multitud de peces, barcas y grumetes con cachimbas y camisetas a rayas.
Pensó que la tierra y el mar, la playa y la montaña, alguna vez se entenderían mejor. Que el campesino y el marino se dieran la mano y la distancia de ahora se difuminara en el viento y el agua.
Pensó en la madrugada de un día muerto.
Cuando fuera grande se dejaría crecer la barba, se compraría una pipa, una gorra y una camisa azul marino; se arremangaría los pantalones por encima de los tobillos y se aprestaría para mirar al frente, al infinito. Sería uno de los primeros niños de la montaña que haría un canto sublime al mar. No los saquearía, sino que lo dotaría de más riqueza, ya que presentía que por el mar y no por el aire vendría la paz: estaba seguro de que el acercamiento de todos los niños comenzaría a ser realidad por entre el surco de las estelas azules.
Entre tanto, el mar de la isla seguía ciñendo con su blanca espuma el cinturón de los cantiles y el sueño distante del niño.