Por Juan Jesús Ayala.

Y fue el niño, con su candidez y hasta con su atrevimiento el que comenzó a mover la bola del mundo, por cierto, multicolor, que giraba a la misma velocidad, y en el intento de pararla o al menos procurar que su movimiento fuera más lento  para  ver si la felicidad se encontraba en  algún continente, en  una isla o tal vez en un atolón  perdido; vano intento, ya que después de vueltas y más vueltas la encontró no en la bola del mundo sino dentro de sí mismo y cuando fuera mayor, se sintiera protagonista con una sana convivencia extendida a través de las ideas volanderas enfatizando la frase de Pascal, que  en parte lo tranquilizaba “se podrá ser feliz e infeliz, pero aun así lo único que se tiene, y todos buscan desesperadamente la felicidad, consiente e inconscientemente”.

Además, desde los griegos forma parte de los objetos privilegiados de la reflexión filosófica, la búsqueda de la felicidad, siendo la cuestión más respetada del mundo.

Todos desde niños deseamos comprender donde está la felicidad, y si en algún momento no acertamos a encontrarla y llegamos a considerarla un bien perdido  y  dejarla por imposible desesperadamente; pero  después de la candidez de la niñez cuya etapa siempre se nos hace corta cuando nos quedábamos entusiasmados y hasta podíamos decir que nos sentíamos felices porque  estrenabas el día de fiesta la primera corbata que te habían regalado; un camión de juguete  que había que darle cuerda para que  se moviera, o una pelota de goma aunque fuera maciza en esos momentos  nos sentíamos los seres más felices del mundo, y cuando se acercaban las vacaciones dejando atrás el aprendizaje de la tabla de multiplicar o corregir la coma de los decimales y repetir un par de versos de las rimas de Becquer, quizá estuviéramos dentro de la plena felicidad, preparando las alforjas para llenarlas con la carga para iniciar “la mudada”.

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Y no es que lleguemos a la sentencia de Albert Camus, “los hombres mueren y nunca son plenamente y necesariamente felices”. Pero aun desde el sentimiento colectivo, desde la esperanza podíamos estar a la espera de las ideas volanderas que corren como la bola del mundo que la felicidad  llegaría  al cabo  de los tiempos, pero para  eso habría que buscarla incesantemente, no caer en derrota  a  la vuelta de la primera esquina, y aunque los tiempos no están para la poesía hay que insistir en su búsqueda, haciendo el parangón con el poema  de Pedro Cabrera que  fue por naranjas a la mar y se dio cuenta que el mar no tenía, pero a pesar de todo metió  la mano en el agua y  la esperanza seguía palpitando en él.  Esa esperanza que deberíamos albergar para poder derrotar al pensamiento mal sano y prefabricado con las ideas nuevas, volanderas, aunque esa felicidad que percibimos  de niños  aunque más adelante  tenga  un precio inalcanzable si se sabe que por más vueltas que gire la bola del mundo será una operación estéril cuando la tenemos más cerca, dentro de cada cual.