Por Juan Jesús Ayala (Filósofo).
Nos habíamos olvidado del incendio que calcinó miles y miles de hectáreas donde la actualidad en esa fugacidad inherente de los acontecimientos, estos se han trasladado al exterminio de la población de Gaza poniendo en un recodo de la historia a los protagonistas que sufrieron las llamas arrasando las esperanzas de los que se fueron, quisieron volver; volvieron y nada encontraron.
Protagonistas como Enrique, su mujer, su pequeña hija, hasta el abuelo que estaba sujeto a una silla por sus achaques de gota, cogieron, uno, el más fuerte, la manguera que sumergía en el estanque ya casi vacío; su mujer que se ayudaba de una rama de árbol golpeando a las llamas como rescoldos amenazantes de chamuscar lo que encontrara en su avance inexorable; hasta el abuelo a duras penas le alcanzaba a su nieta cubos de agua a medio llenar.
Procuraban que el fuego que se acercaba con fuerza desmedida traída por el viento de la tarde retrasara su voracidad. Por eso, con insistencia miraban hacia la vieja carretera por si aparecía gente preparada que les ayudara, al menos, a salvar su casa.
Pero no, solo se ayudaba con los vecinos que soportaban las mismas carencias. Los vecinos con sus angustias y sus miradas que se perdían en la ausencia de aquellos que se lamentaban entre gritos, llantos y pena… Una gran pena.
Tantos años de trabajo familiar trasmitido generación tras generación que de una manera imprevista, sin contar con la inesperada fuerza de la naturaleza, se podía ir al traste de la noche a la mañana.
Su esperanza y la de los vecinos se extinguían, se acababa. Exhaustos no podían hacer más; había que correr, abandonar, hasta encontrar a la guardia civil que llegaba dispuesta a desalojar el pueblo porque los bomberos, los aviones, los helicópteros, y todo personal especializado estaban en otro frente, muy alejados.
Mientras, Enrique, con su familia, era trasladado a un albergue facilitado por el ayuntamiento más cercano que aún podía soportar la ausencia de las llamas, imaginaba que solo sería una tregua, que pasada esta, su vida de años seguiría aunque quizás con cierta dificultad.
A los cuatro días les dijeron que podían volver. Y así lo hicieron; pero con el miedo en el cuerpo y el corazón metido en un puño, pensando como encontraría su casa, sus pertenencias y los animales domésticos que le facilitan parte de su subsistencia.
Al llegar, el espectáculo no podía ser más dantesco,” el alma se le cayó a los pies”. La casa en paredes, el establo en cenizas; allí solo vivía la nada, la ausencia de años.
Enrique no logra entender por qué no se actuó con diligencia y celeridad; se habló de falta de prevención y planificación y gestión forestal, de incendios de sexta generación, de la negociación por parte de Sánchez de un pacto para afrontar el cambio climático tras la ola de incendios.
En otros incendios se dijo lo mismo, como si las palabras estuviesen carentes de significado y unas se substituyeran por otras donde el olvido cae en picado, como si la importancia de los momentos difíciles se superpusieran, sin más. Pero aquel incendio y esta masacre humana de Gaza que ha costado 70.000 vidas, desnutrición galopante de niños y adultos, seguirán estando presentes, lamentablemente, en las páginas de una historia triste y mal contada.
Donde tampoco cuentan los apátridas refugiados en los campamentos argelinos Tinduf. Los damnificados por el volcán palmero de Tagogaite; las matanzas por miles y la hambruna y desnutrición en guerras interminables como las del Sudan, Yemen o Somalia.
Los acontecimientos cuando se producen alertan al escándalo y pasmo, pero pasados algún tiempo solo viven en el olvido y en la desmemoria.