Por Donacio Cejas Padrón.
Por la gracia de Dios, recientemente he llegado a mis ochenta años de vida con relativa buena salud, y hago esta crónica sencilla y no muy larga para tratar de explicar lo que el ser humano, y en este caso yo, siente al comprobar que casi sin darse cuenta le ha llegado la ancianidad, el desplazamiento horizontal y en declive por razones puramente biológicas, es el cumplimiento de la ley natural, y parece que no produce sobresaltos ni lamentaciones, al contrario, es época de grandes satisfacciones espirituales, y de hacer recuento de lo sucedido en ocho decenas de años, comenzando en la dulce e inocente niñez, la adolescencia, la juventud, la edad media, y llegado el medio siglo de vida comienza el ascenso hacia los postreros años de la tercera edad.
He vivido en varios escenarios, el primero fue mi querido barrio de El Hoyo en Frontera, junto a mi madre, mi abuelo y mi hermano, donde el camino frente a mi casa era el lugar de los juegos, de las carreras, del trompo, del boliche, de la rueda, etc., y marcó mucho en mi sensibilidad de niño, la constante presencia de muchos hombres casi siempre con sombrero negro, sentados en la pared del huerto de mi abuelo, que acudían al juzgado para se parte en los juicios que se celebraban casi a diario en el juzgado, en los bajos de El Ayuntamiento, la mayoría por problemas de lindes de terrenos, daños de ganados, y conflictos entre familiares y vecinos, recuerdo en particular la figura severa del Juez D. Liberato Barrera, siempre tratando de buscar acuerdos entre las partes.
También me marcó mucho el izado de las banderas en El Ayuntamiento, la nacional y la de la falange, y la frecuente presencia de la guardia civil que en sus recorridos venía a dormir en un cuarto habilitado para ellos en los bajos del edificio, cuando estaban por allí, nosotros los niños no salíamos a jugar al camino por el pánico que nos producían sus armas y sus uniformes especialmente sus gorros negros imponentes. Al Ayuntamiento acudía a diario mucha gente a gestiones oficiales, y no puedo olvidar cuando los mozos quintos venían a tallarse para preparar su ingreso en el ejército, que entonces era preceptivo y obligatorio, recuerdo a los quintos de El Pinar que bajaban cantando por El Jable y traían el vino en un enorme cuerno, a veces era tanto lo que tomaban que no podían regresar por la tarde a su pueblo y tenían que dormir en La Caldera de D. Lorenzo.
Naturalmente que las imágenes de El Campanario y La Iglesia se impregnaron en mi mente y en mi corazón y fueron siempre el referente principal a la hora de desde la distancia recordar con nostalgia a mi pueblo. También el constante tránsito de personal para subir o bajar el Camino de Jinama, las mudadas estacionales de los vecinos de Los Pueblos Altos de nuestra isla, eran imágenes muy cotidianas que nunca olvide.
Llegada la adolescencia hube de emigrar muy tempranamente lo que supuso para mí un desgarro emocional muy profundo, fue a la siempre querida ciudad de Las Palmas, donde comencé mi vida laboral, allí viví cuatro años que marcaron también mi personalidad, termine el bachillerato elemental e ingresé en La Escuela de Magisterio, durante ese lapso viví acontecimientos muy recordados, y cada vez que voy a Las Palmas disfruto repitiendo los trayectos que a diario recorría para ir a mi trabajo, al Instituto, y a La Escuela de Magisterio, esa etapa de la juventud deja huellas en el alma que nunca se borran.
Siguiendo la senda marcada por tantos canarios, mi siguiente destino fue Venezuela, el querido y siempre recordado país fue generoso y acogedor y allí me inicié en mi profesión de modesto comerciante, nacieron algunos de mis hijos, y allí viví los hermosos y recordados años de mi ya lejana juventud, rodeado de gentes amables y cariñosas que con su exquisito trato y compañía nos hacían más llevadera la nostalgia de la lejana patria.
Al crecer nuestras hijas mayores, y por razones personales y familiares, llegados los cuarenta años de edad, mi esposa y yo decidimos el regreso definitivo a nuestra patria la España inmortal y milenaria, no sin antes dejar constancia de nuestro dolor y tristeza por dejar una tierra que nos lo había dado todo, nuestra casa, nuestro trabajo, los amigos tan queridos y recordados como el estimado Evelio Lucero con quien mantengo contactos frecuentes, y la estampa grandiosa de los Ríos Orinoco y Caroní que son símbolo y emblema aquella pujante ciudad de Puerto Ordaz, a donde sueño regresar en alguna oportunidad si la salud me lo permite.
Pero doy por acertada nuestra decisión de entonces, y hoy a esta etapa ya postrera de mi vida, he tenido la oportunidad del regreso al lugar de mi nacimiento, y vuelvo a tener la dicha de mirar a diario a nuestro querido Campanario, La Iglesia de Candelaria, El Risco de Jinama, Los Roques de Salmor, asistiendo a misa los domingos, sentándome y ocupando los mismos sitios en los bancos del templo, como lo hacía de niño de la mano de mi madre, me siento afortunado de haber vuelto a los mismos escenarios
de aquellos lejanos tiempos, y a veces hasta me parece que no han transcurrido tantos años, y que aquello ocurrió la semana pasada.
Nuestro pueblo se ha convertido en receptor de inmigrantes especialmente procedentes de aquellos países que antaño nos acogieron con generosidad, nos toca ahora a nosotros tratar de la misma manera a los que vienen buscando bienestar y tranquilidad en nuestra tierra, a la que aportan sus costumbres y estilo de vida, perfectamente compatibles con los nuestros, y a la vez llenan de niños y jóvenes nuestros centros de enseñanza, ya forman parte de equipos deportivos del pueblo, y ello demuestra su plena integración y hacen que nuestro pueblo crezca y se haga cada día más grande y atractivo.