Por Juan Jesús Ayala (Filósofo).
Entre el ruido y el silencio en el campo de los decibelios hay diferencia; en la política con escenarios de una actualidad cambiante el ruido se podrá sufrir, bastaría con taparse los oídos; así como tener un viento en contra que se lleve las palabras. O que el estruendo sea acompañado de otro que ya lo hace ensordecedor, pero siempre con los remedios mencionados teniéndolos a mano se podrá ir escapando de este temporal de altisonancia.
Sin embargo, lo que es insufrible, agotador y preocupante es el silencio, pero no el silencio motivado por alguna que otra vergüenza ajena, o silencios que son elocuentes y se pueden intuir en las argucias del poder por donde descargarían las palabras.
Lo más significativo de los asuntos de la política y más aun cuando se está a expensas de sus decisiones, es el silencio de la verdad cuando se espera lo determinante y aclaratorio ante una propuesta que se tiene que dar y esta no se produce, apareciendo entonces una nube de farragosidades y vacíos agobiantes.
El silencio de la verdad no tiene nada que ver con el silencio preconizado por Nietzsche porque en él nos habla de un dialogo con nosotros mismos, y, además, la práctica del silencio permite según los psicoanalistas reducir los fantasmas y tomar decisiones más efectivas y reconfortantes.
En esta situación de reflexión antes de hablar, no cabe duda, que el silencio emerge desde sus posibilidades, pero cuando la verdad se esconde, se camufla en las miserias de los compromisos que se han hecho y no se cumplen, surge la pregunta ¿no nos encontraremos en la esquiva envuelta en papeles confusos y cogidos con alfileres de un poder titubeante frente al caos, o algo parecido?.
En esas situaciones la desconfianza abunda y se pierde las ansias de libertad, carcomida por la mentira, el descontrol se apodera de la incertidumbre, donde los símbolos raptados por el tiempo renacen y la libertades no son para los ciudadanos sino para lo multimillonarios haciendo vivir la frase que Lenin pronunció ante la visita que le hizo a la Unión Soviética en 1920, Fernando de los Rios, diputado del PSOE: “libertad, para que”.
Lo cierto que el camino que conduce al fascismo gana adeptos y sin esfuerzo ninguno, solo con esa pérdida de valores democráticos que poco importa a los poderosos del mundo, que ponen su objetivo de guerra en el sitio que les venga en gana y facilite suculentas ganancias.
El silencio de la verdad aleja a la gente, aumentan la autocracia y despejan incógnitas hasta ahora distantes en la memoria colectiva de la política y tocan a la puerta no solo con el simulacro, sino con una realidad vacía, que nada tiene que ver con el pronunciamiento primigenio.
En democracia se puede soportar, aunque sea a duras penas, el ruido de los escándalos, pero no el silencio de sus verdades. El fascismo, precisamente surgió de la dicotomía que se hizo cayendo en el vacío entre promesas y realidad.
Ya, Hanna Arendt en su momento escribió “Nada resulta más característico de los movimientos totalitarios como la sorprendente celeridad que son olvidados y la sorprendente facilidad con la que pueden ser reemplazados”.
Párrafo para la Historia.







